Desde los tiempos del rey Salomón (unos mil años antes de Jesús) el reino de Israel cobraba impuestos a sus ciudadanos, aunque con una organización no plenamente desarrollada. Los persas y los griegos, que ocuparon el país (500 y 150 años a.C.) también establecieron el sistema de impuestos. Con la dominación romana de Palestina, que comenzó a ser definitiva a partir del año 6 de la era cristiana, se impuso de forma rigurosa el cobro de los tributos a los israelitas. De hecho, el estado romano retuvo todo el excedente de la producción del país en la amplia red de aduanas que estableció para el cobro de los diversos impuestos. A través de ella controlaba todo el movimiento comercial de la provincia.

Pilato, gobernador de la provincia romana de Judea, era en Palestina el más alto representante del César. Realmente su función principal era la de ser agente de finanzas del imperio. Como contrapartida, debía mantener a raya al pueblo, que periódicamente se insubordinaba a causa de la explotación económica que suponía, entre otras muchas medidas el sistema fiscal romano. La provincia de Judea debía pagar anualmente a Roma 600 talentos (seis millones de denarios) en concepto de impuesto. El jornal de un trabajador era de un denario. Los impuestos que Roma cobraba en Palestina eran de tres clases:

  • Impuestos territoriales: se pagaban en parte en producto y en parte en dinero.
  • Impuestos personales: de varias clases según las riquezas o rentas; había otro que era general y lo pagaban todos, excepto niños y ancianos, y a él se refiere el relato evangélico.
  • Impuestos comerciales: sobre todo los artículos de importación y exportación.

Los sumos sacerdotes «pactaron» con los romanos con el fin de mantener su poder, y sobre todo su privilegiada situación económica.

López Vigil. Un tal Jesús n° 101.